Bueno debo aclarar que este libro debí de haberlo leido hace tres años y medio pero que por azares del destino perdi de mis manos y luego tres años después regresó a mi. Para ser raptado por Yoko y quien lo mantuvo en nula actividad y al fin regresó. La crítica a continuación creo es algo severa pero es que me he extendido pues hacia un rato que no lo hacía y no hablaba con nadie de libros. Lamento si es muy extensa y algo purista...Compré “Los pilares de la Tierra” de Ken Follett porque siempre me ha interesado la Edad Media y porque me lo dejaron en la Universidad. En realidad, fui contra mis más elementales principios de prevención, pues no confío en absoluto en los best-sellers ni creo que las opiniones mayoritarias sean las opiniones correctas necesariamente.
Esta novela tiene algunas virtudes innegables. Su argumento, a pesar de ser muy simple, invita a seguir hasta la última página. Algunos personajes tienen momentos interesantes. La acción logra un nivel trepidante por momentos. Sin embargo, aquí termina la lista. Lo malo ocupa más espacio en estas 1350 páginas.
Quisiera advertir a los lectores que aún no han leído este libro que, si ya poseen una mínima cultura literaria, se expondrán a una decepción terrible. Esta NO es una novela histórica de la Edad Media ni un fresco al estilo de Hugo o Tolstoi, sino un best-seller con las peores características del género.
Para empezar, el lenguaje suena falso. No estamos en la Edad Media, sino en un escenario neutro mal condimentado con términos y costumbres medievales. Los personajes, especialmente las mujeres, piensan de manera nada medieval y sus palabras suenan como los diálogos de las series norteamericanas baratas. Cuando un autor tiene maestría, puede conseguir la ilusión de la realidad alterando incluso el modo de hablar de la gente de un tiempo, como hace Umberto Eco en “El nombre de la rosa”, cuyo protagonista, Guillermo de Baskerville, usa un discurso netamente moderno… sin que muchos nos demos cuenta. Pero Ken Follett, por más que haya estudiado el periodo histórico de su novela, no consigue transmitirnos la atmósfera de aquel tiempo. Hasta en “Un yanqui en la corte del rey Arturo” hay más medievalidad que en “Los pilares de la Tierra”.
Luego, el ritmo es uno de los más erráticos que he visto jamás. Hay extensos pasajes con diálogos que podrían haberse resumido en un par de párrafos, y otros de indudable importancia que son despachados con una ligereza espeluznante. Por ejemplo, la peregrinación por la Ruta de Santiago. Ni una palabra sobre los campamentos nocturnos de los peregrinos, la visión de las estrellas, el fervor místico de las personas (aquí podría haber entrado perfectamente un personaje secundario embebido en la fe de los peregrinos, alguien que podría haber estado también en Tierra Santa y que contara esas historias de viajeros que tanto interés despertaban en aquellos tiempos, y cuyo ánimo cosmopolita y místico contrastara con la idea fija de Aliena; pero Follett deja pasar esta oportunidad con el “tino” del mal escritor). En fin, en unas pocas páginas tendríamos un fresco concentrado de una de las facetas más importantes de la vida medieval, pero el autor prefiere continuar con su melodrama increíble (increíble porque Aliena recorre toda Francia y media España como en tren, en un par de líneas, un territorio muchas veces más extenso que el recorrido con tanto riesgo en Inglaterra, y que no obstante está asombrosamente despoblado de incidentes).
Esto –entre otros muchos detalles similares– resiente el ritmo narrativo y da la impresión de que el tiempo fluyera a capricho del autor y no como una entidad física real. Es decir, un buen escritor siempre puede apresurar o aminorar el paso del tiempo a su antojo, pero su habilidad nos impedirá notar de buenas a primeras su manipulación. Esta habilidad, indispensable para crear la sensación de que visitamos un universo autónomo, que funciona tan bien como el nuestro, no existe en el libro de Follett. La mayor pérdida de ritmo tiene lugar al final, que de acuerdo con la “lógica” del desarrollo de las secciones anteriores tendría que haber sido más explícito y largo. Pero Follett se apresura a poner punto final, como si ya estuviera cansado de atosigarnos página tras página.
Y no sólo el ritmo es irregular, sino que el tono descriptivo también. En la primera escena, la del ahorcamiento del juglar, los juegos de los chiquillos tienen una crudeza y una crueldad que no vuelven a aparecer casi nunca, salvo durante las riñas entre Alfred y Jack. O sea, estamos ante una de las mañas más bajas de un autor: engancharnos mediante la truculencia.
Luego está el carácter arquetípico y acartonado de los personajes: los buenos son insobornablemente buenos (con algunos defectillos añadidos que, en lugar de mostrarnos seres humanos cabales, magnifican el aspecto prefabricado), y los malos son irrevocablemente malvados, incluso hasta la estupidez. Los cambios que algunos de ellos experimentan no nos convencen porque siempre los vemos desde fuera, nunca asistimos a la batalla interna del obispo Waleran ni de Remigius ni de William Hamleigh, de quien apenas sabemos que vive atormentado por la férula de su satánica madre, y que sigue siendo toda la vida tan niño y cobarde como sádico. Sólo cambia su aspecto externo. Ahora bien, podría decirse que otro tanto ocurre en “Drácula” de Bram Stoker (la novela, no la película de Coppola, más matizada), y sin embargo con esos mismos presupuestos morales Stoker nos brinda una novela con una carga psicológica abrumadora, mucho más dinámica y con atisbos de la intersubjetividad del siglo XX. Todo esto revela una gran inepcia de parte de Follett y el alarmante nivel de los fabricantes best-sellers.
Y en general, salvo Aliena, Ellen, el prior Philip, Jack y en menor medida Tom (exasperantemente torpe para comprender los entresijos de su vida familiar), las figuras desfilan sin pena ni gloria. William Hamleigh es tan malvado que casi da risa. El obispo Waleran no termina de cuajar porque sólo está allí para tramar nuevas iniquidades y su propósito es harto sabido: escalar a como dé lugar. A veces Follett deja en el aire a personajes de por sí muy activos o interesantes, como si los relegara a un limbo de meses o años: de pronto no sabemos nada de la madre de William, pero aún no ha muerto; y no deja de fastidiar el olvido en que el autor sume a Martha, la hija de Tom, una niña interesante por su sensibilidad insinuada.
Por cierto, no deja de llamar la atención lo “políticamente correcto” que quiere ser Follett: a despecho de la verdad histórica, son las mujeres las que llevan la iniciativa en casi todo, pero no de manera velada (como de hecho las más capaces lo han hecho siempre), sino abiertamente y con evidente actitud de desafío. Prácticamente todas las que aparecen en la novela son más inteligentes o por lo menos más emprendedoras que los varones, aunque pertenezcan a la misma familia; son éstos quienes exhiben la gama entera que va de la inteligencia y la valentía a la bravuconería y la imbecilidad, con predominio de estas dos últimas cualidades. Claro, si gran parte del público objetivo eran chicas adolescentes...
Luego, lo que ya han señalado varios lectores: la sucesión monótona de desgracias en la vida de los héroes y su manera de levantarse tras una caída, como impulsados por un resorte inhumano, ayudados por circunstancias inverosímilmente favorables después de la tormenta. Donde Follett ha querido pintar la anarquía de una guerra civil, ha conseguido sólo un mal boceto de telenovela, con el acecho continuo de la mala suerte y las iniquidades de los poderosos, un alternar predecible de bonanza y vacas flacas.
En cuanto a la catedral de Kingsbridge, nunca puedo “verla” a partir de las descripciones del autor, que prefiere emplear los nombres técnicos de las partes arquitectónicas antes que emplearlos en menor medida (o usar las clases que Tom daba a Jack, en principio tan ignorante, para ilustrarnos mejor) o de inventar metáforas inteligentes. Es más, si no conociera la estructura y razon de las catedrales góticas, no podría imaginármelas a partir de esta novela, salvo en lo esquemático (ventanales muy grandes, columnas delgadas, luz, adornos imprecisos y poco más). La falsa erudición de Follett es uno de los detalles más irritantes de la novela.
Hay mucho más: la palidez del espíritu monacal de los monjes (esa “practicidad” del prior Philip en realidad es el reflejo del desdén y la ignorancia de Follett –y de su incapacidad de meterse dentro de su personajes– acerca del saber y el sentir religiosos del medioevo), la gratuidad de algunos pasajes violentos y de sexo –que a ojo de buen observador también interrumpen el ritmo–, la lejanía del entorno histórico, a todas luces postizo, la inaudita longevidad de los protagonistas en una época en que llegar a los 50 años era muy difícil, la congelación en el tiempo de los personajes a los que dejamos de ver por acompañar a los protagonistas en sus largos viajes (por ejemplo, Aliena y Jack encuentran las cosas en Kingsbridge casi tal como las dejaron), etcétera.
Un gran error de concepción es, a mi juicio, la discordancia entre lo que el título evoca y el desarrollo de la trama y sus puntos de interés. “Los pilares de la Tierra” es una frase que me remite a las ideas cosmográficas medievales, al misterio de los países lejanos y al discreto encanto de un mundo creado por Dios a escala humana, centrado en la pesada Tierra; un universo que podría estar condensado y reflejado alegóricamente en la estructura de una catedral gótica. Pero la catedral es una sarta de nombres específicos, una mole de la que ni siquiera conocemos la altura exacta (a no ser lo eternos 20 metros desde los que varios pudieron caer o no se atrevieron a saltar), y la falta de perspectiva geográfica e histórica es patente en la novela, porque el señor Follett, o no acierta a recrear en su mente la Inglaterra de hace 900 años, o es tan mal escritor que no puede expresarse como quisiera.
En resumen, una novela escrita con pésima técnica (elección del anticuado narrador omnisapiente, linealidad extrema, irrealismo, lenguaje simplón, arritmia, etc.) y muy mal gusto, que contiene algunos pasajes bien logrados y que nos induce simpatía por algunos personajes, pero que en general desbarra e incordia por su amorfidad y la simpleza de sus planteamientos. Tiene gancho, sí, pero al tiempo que puede llevarnos hasta la última página apelando a nuestra más morbosa curiosidad, nos decepciona por el desperdicio de material temático (por parte de Follett), de tiempo y de dinero (por nuestra parte). Si el propio Ken Follett dice en la introducción que este es su mejor libro, tiemblo al pensar en cómo serán los otros. Sólo he leido "Volando sobre alas de águila" que de igual manera es un libro demasiado pretencioso sin llegar a cuajar del todo. (Pero, hablando en serio, creo que es tan comerciante que donde dice su “mejor libro” debe leerse “el que más dinero le ha dado”).
Esperaba más del libro pues siempre escuche demasiadas críticas a favor de éste. Me sorprende y me apena que un mamotreto semejante sea considerado por tanta gente como un libro bueno y hasta excelente. Para empezar, su técnica es decididamente decimonónica, con un narrador omnisciente, aunque esto no tendría que ser un defecto. Pero no es una novela histórica ni de costumbres ni tiene un peso específico, y su urdimbre avanza de sorpresa en sorpresa –algunas nada sorprendentes– porque no hay auténtico desarrollo.
¿Quieren una novela histórica? Recomendaría, de Eco, la citada “El nombre de la rosa”, "La isla del día de antes", de Víctor Hugo “El 93”, de Tolstoi “Guerra y paz”, de Carpentier “El siglo de las luces”. ¿Quieren una novela donde los personajes y las situaciones de entremezclen y se relacionen hasta formar un tapiz deslumbrante, con maestría inolvidable? Pues lean “Los miserables” de Hugo, que recomiendo de todo corazón. ¿Quieren una novela repleta de ansias de asesinar, de escrúpulos religiosos y de seres angélicos o infernales? Allí tienen “Los hermanos Karamazov” de Dostoievsky. ¿Quieren una epopeya conmovedora y a la vez brutal, una exposición descarnada de la condición humana? Consigan “Hijo de hombre” de Roa Bastos y estremézcanse. La buena literatura, o sea la Literatura a secas, es por fortuna abundante y está a disposición de cualquier lector mínimamente sensible. Quien la lee no queda igual después, no se limita a pensar que ha leído un libro que le gustó o lo impresionó, sino que nunca más pensará como antes: algo habrá mutado en su alma, se habrá acercado a los misterios de la vida real a través de los misterios de la ficción. Lo de Ken Follett es un desleznable producto comercial, un entretenimiento barato cuando mucho, pero no es un buen libro.
Lo único trascendente que podría hallar en él es que quizás sirva para pegarle a alguien el gusanillo de la lectura. Con el tiempo notará las fallas catastróficas de Follett, siempre y cuando llegue a conocer entre tanto a los verdaderos maestros, y también a humildes artesanos con más oficio y honradez. Yo, por ejemplo, me deslumbré a mis 12 años con “La espada de Rhiannon” de Leigh Brackett: me pareció una aventura magnífica en el supuesto Marte de hace un millón de años, con mares blancos y fosforecentes, galeras, dioses misteriosos y diversas especies humanoides del agua y del aire. Ahora sonrío con nostalgia porque sé que es poco más que una historia bonita y un poco ingenua. Pero, eso sí, está mucho mejor escrita que “Los pilares de la Tierra”, no tiene sus pretensiones ni las necesita, y en poco más de 200 páginas conocemos todo un mundo exótico. Y sabemos que va de diversión pura, sin expectativas mentirosas.
En cambio, en 500 páginas un buen escritor nos habría dado unos Pilares más provechosos y bien hechos.
No estoy en contra de los best-sellers en principio. Hay libros tan buenos que su fama se ha impuesto y se han vendido como pan caliente. El “Quijote”, por ejemplo, o “El viejo y el mar”. Lo entretenido no tiene por qué ser malo, lo bueno no tiene que ser aburrido en definitiva (o no sería bueno). Considero que la condición de best-seller es un añadido, una circunstancia feliz, más o menos merecida. Lo que me causa rechazo es la industria del best-seller, la fabricación en serie de novelas cuyo solo propósito es forrarse de dinero en nombre de la literatura. Pero hasta esto podría tolerarse en un mundo dominado por el mercado. Lo que me parece imperdonable es que, encima, esta industria nos bombardee con mamarrachos del calibre de “Los pilares de la Tierra”, y que gracias a la impericia literaria de nuestra juventud pasen por obras de calidad.
Claro debo aclarar que estos best-sellers son los que pagan y solventan la producción de buenas joyas de la Literatura, sin estos libros comerciales no habría dinero para arriesgar en una publicación más interesante.
Ah! me identifiqué con el prior Phillip. Ja! Es neta!